Extrañas y misteriosas desapariones.
agosto 20, 2011
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Esto es un tema que siempre me ha preocupado. ¿Donde van las personas que desaparecen de una manera misteriosa?. A continuación les expongo algunos casos de desapariciones ocurridas en diferentes lugares. Las fuentes de información están sacadas de muchas páginas que tratan este tipo de misterios. No he podido localizar el escrito original así que agradezco la información a todos.
Primero expondré el caso de una casa fantasma en la que supuestamente desaparecieron varias personas.
La casa del fantasma
En el camino que conduce al norte desde Manchester, en el Kentucky oriental, hacia Booneville, a veinte millas de distancia, se alzaba en 1862 la casa de madera de una plantación, de una calidad un tanto mejor que la mayoría de las viviendas en esa región. La casa fue destruida por el fuego al año siguiente; probablemente, por algunos rezagados de la columna en retirada del general George W. Morgan, cuando éste fue impelido desde la brecha Cumberland hacia el río Ohio por el general Kirby Smith. En el momento de su destrucción, ésta había estado vacante por cuatro o cinco años. Los campos alrededor estaban cubiertos de zarzas, las vallas perdidas, incluso los pocos cuarteles de negros y las casetas en general, caídos en la ruina en parte por el descuido y el pillaje, pues los negros y los blancos pobres de la vecindad, hallaban en el edificio y las vallas una abundante oferta de combustible, de la que se valían sin vacilación, abiertamente y a la luz del día. A la luz del día solamente, después del anochecer ningún ser humano, excepto los extraños pasantes, iba incluso cerca del lugar.
Era conocida como la “casa del fantasma”. De que estaba habitada por espíritus malignos, de forma visible, audible y activa, nadie en toda esa región dudaba más, de lo que dudaba le decía los domingos el predicador viajero. La opinión de su dueño sobre el asunto era desconocida, él y su familia habían desaparecido una noche, y ni un rastro de ellos había sido encontrado jamás. Ellos lo dejaron todo, los bienes caseros, la ropa, las provisiones, los caballos en el establo, las vacas en el campo, los negros en los cuarteles, todo como estaba; nada se había perdido, ¡excepto un hombre, una mujer, tres muchachas, un muchacho y un bebé! No era sorprendente por completo que una plantación, donde siete seres humanos pudieran ser borrados de modo simultáneo, y nadie se enterara, debiera estar bajo alguna sospecha.
Una noche de junio de 1859 dos ciudadanos de Francfort, el cor. J.C. McArdle, un abogado y el juez Myron Veigh, de la milicia estatal, conducían desde Booneville hacia Manchester. Su negocio era tan importante que decidieron seguir adelante, a despecho de la oscuridad y los murmullos de la tormenta que se aproximaba, que estalló eventualmente sobre ellos justo, cuando arribaban en oposición a la “casa del fantasma”. Los relámpagos eran tan incesantes, que hallaron su camino fácilmente a través del portón hacia un cobertizo, donde amarraron y le quitaron los arneses a su tiro. Luego fueron a la casa, a través de la lluvia, y tocaron en todas las puertas sin obtener alguna respuesta. Atribuyendo eso al alboroto continuo de los truenos, empujaron una de las puertas, que cedió. Entraron sin más ceremonia y cerraron la puerta. En ese instante estaban en la oscuridad y el silencio. Ni un destello del incesante fulgor de los relámpagos penetraba por las ventanas o las rendijas, ni un susurro del tumulto horrendo los alcanzaba allí. Era como si hubieran sido, súbitamente, golpeados por la ceguera y la sordera, y McArdle dijo después que, por un momento, creyó haber sido muerto por el golpe de un rayo, mientras cruzaba el umbral. El resto de esta aventura bien puede ser relatada en las propias palabras, del abogado de Francfort del 6 de agosto de 1876:
“Cuando me hube recobrado un tanto del efecto aturdidor de la transición del alboroto al silencio, mi primer impulso fue volver a abrir la puerta que había cerrado, y con el pomo, del que yo no era consciente de haber retirado mi mano; lo sentía aún claramente en el cierre de mis dedos. Mi idea era averiguar, al caminar bajo la tormenta de nuevo, si había sido privado de la vista y el oído. Giré el pomo de la puerta y abrí la puerta de un tirón. ¡Ésta conducía a otra habitación!
Ese apartamento estaba bañado de una tenue luz verdosa, cuya fuente yo no podía determinar, que hacía cada cosa claramente visible, aunque nada estaba definido con agudeza. Cada cosa, digo, pero en verdad los únicos objetos, dentro de las paredes de piedra en blanco de la habitación, eran cadáveres humanos. De número eran acaso ocho o diez, bien se puede entender que yo en verdad no los conté. Eran de edades, o más bien de tamaños diferentes, desde la infancia en adelante, y de ambos sexos. Todos estaban postrados en el suelo, excepto uno, al parecer una mujer joven que estaba sentada, con la espalda apoyada en un ángulo de la pared. Un bebé estaba encerrado en los brazos de otra mujer más vieja. Un chico medio crecido yacía boca abajo, sobre las piernas de un hombre de barba completa. Uno o dos estaban casi desnudos, y la mano de una muchacha joven sostenía el fragmento de un vestido, que ella se había roto y abierto en el pecho. Los cuerpos estaban en diversos estados de descomposición, todos bastante consumidos de rostro y figura. Algunos eran poco más que esqueletos.
Mientras yo estaba parado, estupefacto de horror por ese espectáculo espeluznante, y mantenía aún la puerta abierta, mi atención, por alguna inexplicable perversidad, fue desviada de la escena chocante y ocupada en sí con naderías y detalles. Acaso mi mente, con un instinto de auto-conservación, buscaba alivio en asuntos que hubieran relajado su peligrosa tensión. Entre otras cosas observé que la puerta, que mantenía abierta, era de unas placas de hierro pesado, remachado. Equidistante uno de otro y desde arriba hasta abajo, tres fuertes cerrojos sobresalían del borde biselado. Yo giré el pomo y éstos se retiraron al ras del borde, lo liberé y se dispararon. Era una cerradura de resorte. En el interior no había un pomo, ni algún tipo de proyección, era una lisa superficie de hierro.
Mientras notaba esas cosas con un interés y atención que ahora me asombran al recordar, me sentí impelido a un lado, y el juez Veigh, a quien en la intensidad y las vicisitudes de mis sensaciones yo había olvidado por completo, fue empujado por mí a la habitación. -¡Por el amor de Dios -grité-, no vaya ahí! ¡Vamos a irnos de este lugar espantoso!
Él no hizo caso de mis súplicas, sino (tan intrépido como un caballero que vive en el Sur) caminó con rapidez al centro de la habitación, se arrodilló junto a uno de los cuerpos para un examen más cercano, y levantó con ternura su cabeza negruzca y arrugada en sus manos. Un olor fuerte y desagradable llegó hasta la puerta, y se apoderó de mí por completo. Mis sentidos vacilaron, sentí que me caía y, al agarrar el borde de la puerta en busca de apoyo, ¡la cerré de un empujón con un agudo chasquido!
Yo no recuerdo más: seis semanas más tarde recobré mi razón en un hotel de Manchester, a donde había sido llevado por unos extraños al día siguiente. En todas esas semanas había sufrido una fiebre nerviosa, asistida por un delirio constante. Yo había sido encontrado yaciendo en el camino a varias millas de la casa, ¿pero cómo me había escapado de ésta para llegar allí?, nunca lo supe. Al recobrarme, o tan pronto como mis médicos me permitieron hablar, pregunté por el destino del juez Veigh, a quien (para serenarme, como yo ahora sé) presentaron como que estaba bien y en su hogar.
Nadie creyó una palabra de mi historia, ¿y quién se puede extrañar? ¿Y quién puede imaginar mi dolor cuando, al arribar a mi casa en Francfort dos meses más tarde, me enteré de que nunca se había oído del juez Veigh desde esa noche? Yo entonces lamenté con amargura el orgullo que, desde los primeros pocos días después de recobrar mi razón, me había prohibido repetir mi historia desacreditada e insistir en su verdad.
Con todo lo que ocurrió después -el examen de la casa, el fracaso en encontrar alguna habitación que correspondiera a la que yo había descrito, el intento de haberme juzgado insano y mi triunfo sobre mis acusadores- los lectores de El abogado están familiarizados. Después de todos estos años yo aún confío en que las excavaciones, que no tengo ni el derecho legal de emprender ni el caudal para hacer, revelarían el secreto de la desaparición de mi desdichado amigo y, posiblemente, de los anteriores ocupantes y dueños de la casa desierta y ahora destruida. Yo no desespero en realizar aún tal búsqueda, y es una fuente de dolor profundo para mí que ésta se ha retrasado por la hostilidad inmerecida, y la incredulidad imprudente de la familia y los amigos del finado juez Veigh."
El coronel McArdle murió en Frankfort el día trece de diciembre, en el año 1879.
OTRAS DESAPARICIONES:
Tomas Bowman
El 23 de marzo de 1957, el niño de ocho años de edad, Tomas Bowman, se hallaba, con otros seis miembros de su familia, realizando una pequeña excursión por un bosque situado en la Puerta del Diablo, cerca del Parque Nacional de Angels en California. El niño Tomas Bowman desapareció de repente sin dejar el menor rastro. Los hechos sucedieron del siguiente modo:
El niño se había adelantado a los demás, correteando y pisando las ramitas del sendero que todos estaban siguiendo, sin dar la menor muestra de nerviosismo o inquietud, sino de forma placentera y juguetona, como corresponde a un niño de su edad. El niño, que como decimos iba por delante de los demás unos ocho o diez metros, doblo un recodo del sendero del modo más normal del mundo. Cuando al cabo de unos segundos los demás componentes del grupo familiar llegaron al mismo sitio y doblaron dicho recodo, el niño no iba ya delante de ellos. ¡No estaba en ninguna parte! El padre, la hermana, el hermano, el tio y dos primos de Tomas, que eran los integrantes del grupo excursionista, declararon que esto era exactamente lo que había ocurrido.
Unas horas más tarde de desaparecer el pequeño, toda la zona estaba siendo registrada a fondo por más de 400 voluntarios acompañados de perros adiestrados, patrullas en jeeps, y batidores experimentados en tales búsquedas. Se examinaron escrupulosamente una y otra vez las grietas, las fallas, los hoyos y agujeros en los que el niño pudiera haber caído. Se recorrió en todos sentidos una y mil veces la senda por la que había pasado primero el niño y luego el resto de la familia; los hábiles guardas del bosque buscaron por toda la región una pista de la desaparición del muchachito. Toda el área fue investigada una y otra vez por los helicópteros. Según los buscadores más experimentados, era fácil de ver que el niño no había resbalado, cayendo fuera del sendero. No había ninguna señal de rocas o piedras desplazadas, de arbustos o malezas pisoteados o arrancados, ni siquiera de ramas rotas que indicasen un accidente de cualquier tipo.
Todos los familiares del pequeño afirmaron que solo iban unos pasos detrás de él y que con toda seguridad habrían oído sus gritos de haberse caído o solo resbalado. Y aunque el niño no hubiese gritado por la sorpr4esa o la emoción de un accidente, los demás estaban lo bastante cerca como para haber asistido a su presunta caída.
La búsqueda duro toda una semana, pero no se hallo ni el menor rastro del desdichado chiquillo. Era como si hubiese sido arrebatado de la tierra por una fuerza invisible y desconocida. El pequeño Tomas aumentaba la lista de los desgraciados niños que se habían desvanecido en la región de la Puerta del Diablo desde la mañana del 5 de agosto de 1956, cuando Donald Lee Baker y Brenda Howell desaparecieron en el parque nacional.
Tom Brooke
El 14 de agosto de 1952, el carnicero Tom Brooke, su mujer y su hijo, de once años de edad, salieron de la casa de uno de sus amigos que distaba sesenta kilómetros de Miami, en Florida. Subieron al coche sobre las once de la noche reanudaron su marcha y se alejaron. Al día siguiente, por la mañana, la policía motorizada descubrió un automóvil abandonado, a unos dieciocho kilómetros de la casa de los amigos de Tom. Los faros seguían aún encendidos, una puerta había quedado abierta, y el bolso de Mrs. Brooke estaba abandonado en el asiento trasero, con una bonita suma de dinero en metálico. Los policías siguieron unas huellas que partían del coche y que conducía a una pradera, al borde de la carretera.
Los Brooke habían caminado por ella una docena de pasos, y después parecía que se hubieran volatilizado, pues sus huellas cesaban bruscamente sin volver hacia atrás. El asunto fue archivado, y nunca más se volvió a saber de esta familia. Para más asombro, a once kilómetros de allí, Mabel Twinn, camarera de un restaurante, desapareció la misma noche y de la misma forma. Nunca se volvió a ver a ninguna de estas cuatro personas…
Bruce Kremen
Otro caso señalado fue el del niño de siete años, Bruce Kremen. Este niño, terminado el curso escolar, marchó a un campamento veraniego, junto con otros compañeros de estudio. Una vez allí y exactamente el 13 de julio de 1960, o sea al día siguiente de su llegada, el jefe del campamento organizo una excursión por los alrededores. Todos se pusieron en marcha, y entre los más contentos se hallaba el pequeño Bruce. Mas poco después de iniciarse la excursión, Bruce pareció afectado por la altura, y el jefe de grupo le aconsejo que regresara al campamento para descansar.
Hay que tener en cuenta que desde el sitio en que se hallaban se divisaba perfectamente el campamento, distante de allí unos doscientos metros a lo sumo, por lo que la vuelta de Bruce no ofrecía ningún peligro.
El jefe del grupo detuvo la columna de alegres y juguetones chiquillos, y acompaño, pese a todo, a Bruce hasta dejarle a unos metros del campamento. Entonces, le ordeno que se presentase al joven que había quedado al cuidado del campamento y le contase lo ocurrido. Tas un adiós y una sonrisa, el jefe regreso a donde estaban los demás.
Pues bien, por un motivo totalmente desconocido, el pequeño Bruce Kremen jamás llego al campamento, nunca cubrió los metros que le separaban del mismo. Durante doce días, más de trescientos voluntarios recorrieron afanosamente cada centímetro de bosque y claros, abarcando unos quince kms cuadrados, hasta que finalmente se vieron obligados a abandonar tan inútil búsqueda. Bruce era otra de las víctimas de esos 690.000 acres de bosque y tierras áridas que, en los últimos años ha llegado a denominarse espantosamente El Bosque de los Niños Desaparecidos en California.-
Lo peor es que todo esto plantea una pregunta: ¿Adonde fueron tales victimas?
¿Puede tratarse de una región que exija las vidas de unos niños? Si los niños desaparecidos tuvieron algún extraño accidente en aquel bosque, resulta sumamente raro que no se descubriese el menor vestigio de ropas, ningún signo de identificación, ni siquiera unos restos o algún fragmento de cuerpo mutilado.
Nada, nada en absoluto.
¿Podría tratarse de animales salvajes, de maniacos sexuales, de secuestradores...? Las autoridades se han visto obligadas a descartar todas estas posibilidades.
¿Es posible, en cambio, que de algún modo, de una forma que no comprendemos, esos niños despareciesen literalmente? ¿Es posible que existan vacios, agujeros, en nuestra dimensión, que ofrezcan l salida y entrada a otros planos de realidad?.
Cada año desaparecen miles de personas en varios países del mundo. Y si bien los departamentos dedicados a la búsqueda de las personas desaparecidas llevan a cabo una excelente y exhaustiva labor en el rastreo de los niños extraviados, de los maridos fugados del hogar, de los amnésicos, de los violadores de la ley que esquivan a las autoridades legales, o de los adolescentes engañados que se unen a comunidades hippies sin el consentimiento paterno, quedan todavía un buen número de desaparecidos que se desvanecen total e inexplicablemente ante los asombr4ados ojos de varios testigos. Y esas personas no están desengañadas o disociadas del mundo. Son individuos totalmente absortos en su trabajo, gozosos con la vida, ansiosos de estudiar, aprender y trabajar.
Incluso están deseosos de luchar por las buenas causas.
Ejercito Chino
En 1939, Cyabdi, China trataba de resistir ante los avances del mecanizado ejercito japones, fue enviada una llamada a las fuerzas chinas para que intentasen una última resistencia al sur de Nanking. A unos 30 km de una posición importante, próxima al único puente que cruzaba el rio, unos tres mil doscientos chinos mandados por el coronel Li Fu Sien, se atrincheraron para combatir hasta el final. El coronel inspecciono las posiciones de sus hombres y después se retiro a su cuartel general a 2 km tras las líneas de combate.
Cuando a la mañana siguiente se despertó el coronel, quedose asombrado ante la insistencia de sus ayudantes de campo: según ellos, el flanco derecho de la línea defensiva no contestaba a las señales. Cuando el coronel volvió a inspeccionarlas, hallo solo 113 hombres estacionados junto al puente. Los demás, o sea unos 3.000 se habían desvanecido.
Los cañones y otras armas estaban todavía emplazados en sus respectivos lugares. Las hogueras todavía conservaban el arroz y él te calientes. No había señal alguna de lucha, y todo el equipo militar y personal se hallaba esparcido en torno a las fogatas, tal como había quedado la noche anterior. ¡Había desaparecido casi todo un ejército!.
Si las patrullas nocturnas japonesas hubiesen logrado cruzar el puente o nadar a través del rio y atacar el campamento, es inconcebible que unos comandos se hubiesen llevado a unos 3.000 hombres sin que al menos estos hubiesen cogido sus armas y municiones.
Y hubiese sido preciso un fuerte contingente de tropas japonesas para dominar silenciosamente a 3.000 chinos. Aunque esto hubiese sido posible llevarlo a cabo, resulta todavía inconcebible que los japoneses no hubiesen proclamado tal hazaña en su intensa propaganda.
Igualmente, si los chinos hubiesen desertado en masa, pasándose a las filas japonesas, tal acto de cobardía hubiese servido como excelente propaganda para los nipones. De cualquier modo, o se hubiese publicado algo de tal rendición de chinos o de la proeza japonesa, pero los records oficiales japoneses no mencionan en absoluto la entrega de tantos chinos en tal fecha ni en tal lugar.
Los chinos que estaban en el puente y los centinelas de noche juraron que no habían oído nada fuera de lugar. Insistieron en que nadie, ni amigo ni enemigo, habían cruzado el puente aquella noche. Los ayudantes del coronel también juraron que nadie había entrado en el campamento.
¡Lo cierto es que de los 3.000 chinos desaparecidos, ninguno volvió a ser visto nunca más!
James Burne Worson
En 1873, un zapatero llamado James Burne Worson, que residía en Leamington, Inglaterra, fue retado por Barham Wise, un tejedor, mientras los dos hombres apuraban unos tragos en una taberna. Worson tenía la costumbre de considerarse uno de los mejores atletas aficionados de la nación, y Wise, viejo amigo suyo, decidió que le haría quedar en ridículo. Aposto con Worson a que era incapaz de correr todo el camino hasta Coventry y volver, o sea una distancia de unos sesenta kms. El zapatero acepto la apuesta, y se puso en marcha al instante, acompañado por Wise, un fotógrafo llamado Burns, que inmortalizo el hecho, y otro individuo, cuya identidad se desconoce.
Worson resistió varios kms sin dar muestras de fatiga, demostrando gran resistencia, y gritando , admirado de si mismo. Sus tres amigos le seguían en carricoche, animándole o insultándole, según su humor.
Pero ninguno estaba preparado para lo que sucedió a continuación. En mitad de la carretera, a unos diez metros del carricoche, y con 3 pares de ojos fijos en el, Worson cayo, lanzo un alarido terrible... y desapareció.
Más tarde, al declarar ante el juez, los tres amigos insistieron en que Worson no había tocado el suelo, sino que se había desvanecido antes de llegar al mismo.
Los tres testigos de la desaparición de Worson eran bien considerados en la comunidad y nada ocurrió que desacreditase su versión de lo ocurrió. De haber conspirado para deshacerse del zapatero, la coartada concertada para ocultar la verdad de los hechos habría más bien llamado la atención hacia su crimen. Porque lo cierto es que aquella desaparición tan repentina avivo las investigaciones de la policía, sin que lograran encontrar el menor rastro de Worson.
David Langle
El 23 de septiembre de 1880, David Langle dijo a su mujer que deseaba ver cómo estaban los caballos en el pastizal antes de irse a la población. Lang no había dado más de una docena de pasos cuando desapareció a la vista de su mujer, sus dos hijos y el juez Peck, que en aquel instante frena su montura frente a la granja de Lang.
Pensando que este había caído o tropezado, todos llegaron a aquel sitio casi simultaneamente. No había ni un árbol, ni un foso, ni un hoyo, ni maleza en donde pudiera haber desaparecido David Lang, a plena luz del día y en presencia de cuatro testigos.
Al anochecer, docenas de vecinos y otras personas ya habían recorrido toda la hacienda Lang. Por la noche, gran cantidad de voluntarios provistos de linternas registraron cada palmo del pastizal donde había sido visto Lang por última vez. Se efectuó un sondeo de toda la granja y quedo demostrado que estaba libre de agujeros y cavernas subterráneas. ¿Cómo puede explicarse esta desaparición?.
Thomas Cumpston
La mañana del 9 de diciembre de 1873, Thomas Cumpston, junto con su esposa, ambos gozando de buena posición en Leeds, Inglaterra, estuvieron, l parecer, a punto de caer en uno de esos agujeros.
Habían pasado la noche en un hotel de Bristol, y a la mañana siguiente se abrió en el suelo de su habitación un extraño agujero. Sus gritos de terror resonaron en torno suyo de manera muy rara, hasta el punto de no reconocer apenas sus voces. Cumpston afirmo más tarde que se había visto arrastrado hacia el agujero, si bien su esposa lo asió fuertemente y lo retuvo hasta que el agujero se cerró.
Unos instantes más tarde todo estaba ya en completa normalidad, aunque el matrimonio huyo del hotel en pijama y camisón, temiendo que el suelo volviera a abrirs3e y los devorase. Un policía los detuvo, y todos regresaron a la habitación maldita, donde aseguraron de que no ocurría nada fuera de lo normal, así como que no existía ninguna trampa en el suelo. Otros huéspedes declararon haber oído ruidos en la habitación del matrimonio, ruidos muy difíciles de describir.
En el otoño de 1926, ocho mujeres desaparecieron sin dejar rastro, cerca de Southend, Inglaterra.
En agosto de 1869, desaparecieron 13 niños en Cork, Irlanda. ¿Cayeron en manos de compañías indeseables?.
Ciertos teóricos afirman que en nuestro plano de realidad física existen lugares vacíos. Consideran dichos vacíos como agujeros a cuyo través los seres vivos y los objetos inanimados pueden caer en el mundo invisible, sin ser encontrados nunca jamás. Tales agujeros, según quienes sostienen esta hipótesis, pueden abrirse momentáneamente y volver a cerrarse. Así, ofrecen una entrada a otra dimensión en la que no tienen significado alguno nuestras aceptadas percepci0ones de la longitud, la anchura y el grosor. Al mismo tiempo, estas cavidades pueden convertirse en una trampa para los atrapados, puesto que se trata de algo apenas comparable al mundo que conocemos en otro plano de realidad, si bien puede coexistir con nuestra propia dimensión.
Primero expondré el caso de una casa fantasma en la que supuestamente desaparecieron varias personas.
La casa del fantasma
En el camino que conduce al norte desde Manchester, en el Kentucky oriental, hacia Booneville, a veinte millas de distancia, se alzaba en 1862 la casa de madera de una plantación, de una calidad un tanto mejor que la mayoría de las viviendas en esa región. La casa fue destruida por el fuego al año siguiente; probablemente, por algunos rezagados de la columna en retirada del general George W. Morgan, cuando éste fue impelido desde la brecha Cumberland hacia el río Ohio por el general Kirby Smith. En el momento de su destrucción, ésta había estado vacante por cuatro o cinco años. Los campos alrededor estaban cubiertos de zarzas, las vallas perdidas, incluso los pocos cuarteles de negros y las casetas en general, caídos en la ruina en parte por el descuido y el pillaje, pues los negros y los blancos pobres de la vecindad, hallaban en el edificio y las vallas una abundante oferta de combustible, de la que se valían sin vacilación, abiertamente y a la luz del día. A la luz del día solamente, después del anochecer ningún ser humano, excepto los extraños pasantes, iba incluso cerca del lugar.
Era conocida como la “casa del fantasma”. De que estaba habitada por espíritus malignos, de forma visible, audible y activa, nadie en toda esa región dudaba más, de lo que dudaba le decía los domingos el predicador viajero. La opinión de su dueño sobre el asunto era desconocida, él y su familia habían desaparecido una noche, y ni un rastro de ellos había sido encontrado jamás. Ellos lo dejaron todo, los bienes caseros, la ropa, las provisiones, los caballos en el establo, las vacas en el campo, los negros en los cuarteles, todo como estaba; nada se había perdido, ¡excepto un hombre, una mujer, tres muchachas, un muchacho y un bebé! No era sorprendente por completo que una plantación, donde siete seres humanos pudieran ser borrados de modo simultáneo, y nadie se enterara, debiera estar bajo alguna sospecha.
Una noche de junio de 1859 dos ciudadanos de Francfort, el cor. J.C. McArdle, un abogado y el juez Myron Veigh, de la milicia estatal, conducían desde Booneville hacia Manchester. Su negocio era tan importante que decidieron seguir adelante, a despecho de la oscuridad y los murmullos de la tormenta que se aproximaba, que estalló eventualmente sobre ellos justo, cuando arribaban en oposición a la “casa del fantasma”. Los relámpagos eran tan incesantes, que hallaron su camino fácilmente a través del portón hacia un cobertizo, donde amarraron y le quitaron los arneses a su tiro. Luego fueron a la casa, a través de la lluvia, y tocaron en todas las puertas sin obtener alguna respuesta. Atribuyendo eso al alboroto continuo de los truenos, empujaron una de las puertas, que cedió. Entraron sin más ceremonia y cerraron la puerta. En ese instante estaban en la oscuridad y el silencio. Ni un destello del incesante fulgor de los relámpagos penetraba por las ventanas o las rendijas, ni un susurro del tumulto horrendo los alcanzaba allí. Era como si hubieran sido, súbitamente, golpeados por la ceguera y la sordera, y McArdle dijo después que, por un momento, creyó haber sido muerto por el golpe de un rayo, mientras cruzaba el umbral. El resto de esta aventura bien puede ser relatada en las propias palabras, del abogado de Francfort del 6 de agosto de 1876:
“Cuando me hube recobrado un tanto del efecto aturdidor de la transición del alboroto al silencio, mi primer impulso fue volver a abrir la puerta que había cerrado, y con el pomo, del que yo no era consciente de haber retirado mi mano; lo sentía aún claramente en el cierre de mis dedos. Mi idea era averiguar, al caminar bajo la tormenta de nuevo, si había sido privado de la vista y el oído. Giré el pomo de la puerta y abrí la puerta de un tirón. ¡Ésta conducía a otra habitación!
Ese apartamento estaba bañado de una tenue luz verdosa, cuya fuente yo no podía determinar, que hacía cada cosa claramente visible, aunque nada estaba definido con agudeza. Cada cosa, digo, pero en verdad los únicos objetos, dentro de las paredes de piedra en blanco de la habitación, eran cadáveres humanos. De número eran acaso ocho o diez, bien se puede entender que yo en verdad no los conté. Eran de edades, o más bien de tamaños diferentes, desde la infancia en adelante, y de ambos sexos. Todos estaban postrados en el suelo, excepto uno, al parecer una mujer joven que estaba sentada, con la espalda apoyada en un ángulo de la pared. Un bebé estaba encerrado en los brazos de otra mujer más vieja. Un chico medio crecido yacía boca abajo, sobre las piernas de un hombre de barba completa. Uno o dos estaban casi desnudos, y la mano de una muchacha joven sostenía el fragmento de un vestido, que ella se había roto y abierto en el pecho. Los cuerpos estaban en diversos estados de descomposición, todos bastante consumidos de rostro y figura. Algunos eran poco más que esqueletos.
Mientras yo estaba parado, estupefacto de horror por ese espectáculo espeluznante, y mantenía aún la puerta abierta, mi atención, por alguna inexplicable perversidad, fue desviada de la escena chocante y ocupada en sí con naderías y detalles. Acaso mi mente, con un instinto de auto-conservación, buscaba alivio en asuntos que hubieran relajado su peligrosa tensión. Entre otras cosas observé que la puerta, que mantenía abierta, era de unas placas de hierro pesado, remachado. Equidistante uno de otro y desde arriba hasta abajo, tres fuertes cerrojos sobresalían del borde biselado. Yo giré el pomo y éstos se retiraron al ras del borde, lo liberé y se dispararon. Era una cerradura de resorte. En el interior no había un pomo, ni algún tipo de proyección, era una lisa superficie de hierro.
Mientras notaba esas cosas con un interés y atención que ahora me asombran al recordar, me sentí impelido a un lado, y el juez Veigh, a quien en la intensidad y las vicisitudes de mis sensaciones yo había olvidado por completo, fue empujado por mí a la habitación. -¡Por el amor de Dios -grité-, no vaya ahí! ¡Vamos a irnos de este lugar espantoso!
Él no hizo caso de mis súplicas, sino (tan intrépido como un caballero que vive en el Sur) caminó con rapidez al centro de la habitación, se arrodilló junto a uno de los cuerpos para un examen más cercano, y levantó con ternura su cabeza negruzca y arrugada en sus manos. Un olor fuerte y desagradable llegó hasta la puerta, y se apoderó de mí por completo. Mis sentidos vacilaron, sentí que me caía y, al agarrar el borde de la puerta en busca de apoyo, ¡la cerré de un empujón con un agudo chasquido!
Yo no recuerdo más: seis semanas más tarde recobré mi razón en un hotel de Manchester, a donde había sido llevado por unos extraños al día siguiente. En todas esas semanas había sufrido una fiebre nerviosa, asistida por un delirio constante. Yo había sido encontrado yaciendo en el camino a varias millas de la casa, ¿pero cómo me había escapado de ésta para llegar allí?, nunca lo supe. Al recobrarme, o tan pronto como mis médicos me permitieron hablar, pregunté por el destino del juez Veigh, a quien (para serenarme, como yo ahora sé) presentaron como que estaba bien y en su hogar.
Nadie creyó una palabra de mi historia, ¿y quién se puede extrañar? ¿Y quién puede imaginar mi dolor cuando, al arribar a mi casa en Francfort dos meses más tarde, me enteré de que nunca se había oído del juez Veigh desde esa noche? Yo entonces lamenté con amargura el orgullo que, desde los primeros pocos días después de recobrar mi razón, me había prohibido repetir mi historia desacreditada e insistir en su verdad.
Con todo lo que ocurrió después -el examen de la casa, el fracaso en encontrar alguna habitación que correspondiera a la que yo había descrito, el intento de haberme juzgado insano y mi triunfo sobre mis acusadores- los lectores de El abogado están familiarizados. Después de todos estos años yo aún confío en que las excavaciones, que no tengo ni el derecho legal de emprender ni el caudal para hacer, revelarían el secreto de la desaparición de mi desdichado amigo y, posiblemente, de los anteriores ocupantes y dueños de la casa desierta y ahora destruida. Yo no desespero en realizar aún tal búsqueda, y es una fuente de dolor profundo para mí que ésta se ha retrasado por la hostilidad inmerecida, y la incredulidad imprudente de la familia y los amigos del finado juez Veigh."
El coronel McArdle murió en Frankfort el día trece de diciembre, en el año 1879.
OTRAS DESAPARICIONES:
Tomas Bowman
El 23 de marzo de 1957, el niño de ocho años de edad, Tomas Bowman, se hallaba, con otros seis miembros de su familia, realizando una pequeña excursión por un bosque situado en la Puerta del Diablo, cerca del Parque Nacional de Angels en California. El niño Tomas Bowman desapareció de repente sin dejar el menor rastro. Los hechos sucedieron del siguiente modo:
El niño se había adelantado a los demás, correteando y pisando las ramitas del sendero que todos estaban siguiendo, sin dar la menor muestra de nerviosismo o inquietud, sino de forma placentera y juguetona, como corresponde a un niño de su edad. El niño, que como decimos iba por delante de los demás unos ocho o diez metros, doblo un recodo del sendero del modo más normal del mundo. Cuando al cabo de unos segundos los demás componentes del grupo familiar llegaron al mismo sitio y doblaron dicho recodo, el niño no iba ya delante de ellos. ¡No estaba en ninguna parte! El padre, la hermana, el hermano, el tio y dos primos de Tomas, que eran los integrantes del grupo excursionista, declararon que esto era exactamente lo que había ocurrido.
Unas horas más tarde de desaparecer el pequeño, toda la zona estaba siendo registrada a fondo por más de 400 voluntarios acompañados de perros adiestrados, patrullas en jeeps, y batidores experimentados en tales búsquedas. Se examinaron escrupulosamente una y otra vez las grietas, las fallas, los hoyos y agujeros en los que el niño pudiera haber caído. Se recorrió en todos sentidos una y mil veces la senda por la que había pasado primero el niño y luego el resto de la familia; los hábiles guardas del bosque buscaron por toda la región una pista de la desaparición del muchachito. Toda el área fue investigada una y otra vez por los helicópteros. Según los buscadores más experimentados, era fácil de ver que el niño no había resbalado, cayendo fuera del sendero. No había ninguna señal de rocas o piedras desplazadas, de arbustos o malezas pisoteados o arrancados, ni siquiera de ramas rotas que indicasen un accidente de cualquier tipo.
Todos los familiares del pequeño afirmaron que solo iban unos pasos detrás de él y que con toda seguridad habrían oído sus gritos de haberse caído o solo resbalado. Y aunque el niño no hubiese gritado por la sorpr4esa o la emoción de un accidente, los demás estaban lo bastante cerca como para haber asistido a su presunta caída.
La búsqueda duro toda una semana, pero no se hallo ni el menor rastro del desdichado chiquillo. Era como si hubiese sido arrebatado de la tierra por una fuerza invisible y desconocida. El pequeño Tomas aumentaba la lista de los desgraciados niños que se habían desvanecido en la región de la Puerta del Diablo desde la mañana del 5 de agosto de 1956, cuando Donald Lee Baker y Brenda Howell desaparecieron en el parque nacional.
Tom Brooke
El 14 de agosto de 1952, el carnicero Tom Brooke, su mujer y su hijo, de once años de edad, salieron de la casa de uno de sus amigos que distaba sesenta kilómetros de Miami, en Florida. Subieron al coche sobre las once de la noche reanudaron su marcha y se alejaron. Al día siguiente, por la mañana, la policía motorizada descubrió un automóvil abandonado, a unos dieciocho kilómetros de la casa de los amigos de Tom. Los faros seguían aún encendidos, una puerta había quedado abierta, y el bolso de Mrs. Brooke estaba abandonado en el asiento trasero, con una bonita suma de dinero en metálico. Los policías siguieron unas huellas que partían del coche y que conducía a una pradera, al borde de la carretera.
Los Brooke habían caminado por ella una docena de pasos, y después parecía que se hubieran volatilizado, pues sus huellas cesaban bruscamente sin volver hacia atrás. El asunto fue archivado, y nunca más se volvió a saber de esta familia. Para más asombro, a once kilómetros de allí, Mabel Twinn, camarera de un restaurante, desapareció la misma noche y de la misma forma. Nunca se volvió a ver a ninguna de estas cuatro personas…
Bruce Kremen
Otro caso señalado fue el del niño de siete años, Bruce Kremen. Este niño, terminado el curso escolar, marchó a un campamento veraniego, junto con otros compañeros de estudio. Una vez allí y exactamente el 13 de julio de 1960, o sea al día siguiente de su llegada, el jefe del campamento organizo una excursión por los alrededores. Todos se pusieron en marcha, y entre los más contentos se hallaba el pequeño Bruce. Mas poco después de iniciarse la excursión, Bruce pareció afectado por la altura, y el jefe de grupo le aconsejo que regresara al campamento para descansar.
Hay que tener en cuenta que desde el sitio en que se hallaban se divisaba perfectamente el campamento, distante de allí unos doscientos metros a lo sumo, por lo que la vuelta de Bruce no ofrecía ningún peligro.
El jefe del grupo detuvo la columna de alegres y juguetones chiquillos, y acompaño, pese a todo, a Bruce hasta dejarle a unos metros del campamento. Entonces, le ordeno que se presentase al joven que había quedado al cuidado del campamento y le contase lo ocurrido. Tas un adiós y una sonrisa, el jefe regreso a donde estaban los demás.
Pues bien, por un motivo totalmente desconocido, el pequeño Bruce Kremen jamás llego al campamento, nunca cubrió los metros que le separaban del mismo. Durante doce días, más de trescientos voluntarios recorrieron afanosamente cada centímetro de bosque y claros, abarcando unos quince kms cuadrados, hasta que finalmente se vieron obligados a abandonar tan inútil búsqueda. Bruce era otra de las víctimas de esos 690.000 acres de bosque y tierras áridas que, en los últimos años ha llegado a denominarse espantosamente El Bosque de los Niños Desaparecidos en California.-
Lo peor es que todo esto plantea una pregunta: ¿Adonde fueron tales victimas?
¿Puede tratarse de una región que exija las vidas de unos niños? Si los niños desaparecidos tuvieron algún extraño accidente en aquel bosque, resulta sumamente raro que no se descubriese el menor vestigio de ropas, ningún signo de identificación, ni siquiera unos restos o algún fragmento de cuerpo mutilado.
Nada, nada en absoluto.
¿Podría tratarse de animales salvajes, de maniacos sexuales, de secuestradores...? Las autoridades se han visto obligadas a descartar todas estas posibilidades.
¿Es posible, en cambio, que de algún modo, de una forma que no comprendemos, esos niños despareciesen literalmente? ¿Es posible que existan vacios, agujeros, en nuestra dimensión, que ofrezcan l salida y entrada a otros planos de realidad?.
Cada año desaparecen miles de personas en varios países del mundo. Y si bien los departamentos dedicados a la búsqueda de las personas desaparecidas llevan a cabo una excelente y exhaustiva labor en el rastreo de los niños extraviados, de los maridos fugados del hogar, de los amnésicos, de los violadores de la ley que esquivan a las autoridades legales, o de los adolescentes engañados que se unen a comunidades hippies sin el consentimiento paterno, quedan todavía un buen número de desaparecidos que se desvanecen total e inexplicablemente ante los asombr4ados ojos de varios testigos. Y esas personas no están desengañadas o disociadas del mundo. Son individuos totalmente absortos en su trabajo, gozosos con la vida, ansiosos de estudiar, aprender y trabajar.
Incluso están deseosos de luchar por las buenas causas.
Ejercito Chino
En 1939, Cyabdi, China trataba de resistir ante los avances del mecanizado ejercito japones, fue enviada una llamada a las fuerzas chinas para que intentasen una última resistencia al sur de Nanking. A unos 30 km de una posición importante, próxima al único puente que cruzaba el rio, unos tres mil doscientos chinos mandados por el coronel Li Fu Sien, se atrincheraron para combatir hasta el final. El coronel inspecciono las posiciones de sus hombres y después se retiro a su cuartel general a 2 km tras las líneas de combate.
Cuando a la mañana siguiente se despertó el coronel, quedose asombrado ante la insistencia de sus ayudantes de campo: según ellos, el flanco derecho de la línea defensiva no contestaba a las señales. Cuando el coronel volvió a inspeccionarlas, hallo solo 113 hombres estacionados junto al puente. Los demás, o sea unos 3.000 se habían desvanecido.
Los cañones y otras armas estaban todavía emplazados en sus respectivos lugares. Las hogueras todavía conservaban el arroz y él te calientes. No había señal alguna de lucha, y todo el equipo militar y personal se hallaba esparcido en torno a las fogatas, tal como había quedado la noche anterior. ¡Había desaparecido casi todo un ejército!.
Si las patrullas nocturnas japonesas hubiesen logrado cruzar el puente o nadar a través del rio y atacar el campamento, es inconcebible que unos comandos se hubiesen llevado a unos 3.000 hombres sin que al menos estos hubiesen cogido sus armas y municiones.
Y hubiese sido preciso un fuerte contingente de tropas japonesas para dominar silenciosamente a 3.000 chinos. Aunque esto hubiese sido posible llevarlo a cabo, resulta todavía inconcebible que los japoneses no hubiesen proclamado tal hazaña en su intensa propaganda.
Igualmente, si los chinos hubiesen desertado en masa, pasándose a las filas japonesas, tal acto de cobardía hubiese servido como excelente propaganda para los nipones. De cualquier modo, o se hubiese publicado algo de tal rendición de chinos o de la proeza japonesa, pero los records oficiales japoneses no mencionan en absoluto la entrega de tantos chinos en tal fecha ni en tal lugar.
Los chinos que estaban en el puente y los centinelas de noche juraron que no habían oído nada fuera de lugar. Insistieron en que nadie, ni amigo ni enemigo, habían cruzado el puente aquella noche. Los ayudantes del coronel también juraron que nadie había entrado en el campamento.
¡Lo cierto es que de los 3.000 chinos desaparecidos, ninguno volvió a ser visto nunca más!
James Burne Worson
En 1873, un zapatero llamado James Burne Worson, que residía en Leamington, Inglaterra, fue retado por Barham Wise, un tejedor, mientras los dos hombres apuraban unos tragos en una taberna. Worson tenía la costumbre de considerarse uno de los mejores atletas aficionados de la nación, y Wise, viejo amigo suyo, decidió que le haría quedar en ridículo. Aposto con Worson a que era incapaz de correr todo el camino hasta Coventry y volver, o sea una distancia de unos sesenta kms. El zapatero acepto la apuesta, y se puso en marcha al instante, acompañado por Wise, un fotógrafo llamado Burns, que inmortalizo el hecho, y otro individuo, cuya identidad se desconoce.
Worson resistió varios kms sin dar muestras de fatiga, demostrando gran resistencia, y gritando , admirado de si mismo. Sus tres amigos le seguían en carricoche, animándole o insultándole, según su humor.
Pero ninguno estaba preparado para lo que sucedió a continuación. En mitad de la carretera, a unos diez metros del carricoche, y con 3 pares de ojos fijos en el, Worson cayo, lanzo un alarido terrible... y desapareció.
Más tarde, al declarar ante el juez, los tres amigos insistieron en que Worson no había tocado el suelo, sino que se había desvanecido antes de llegar al mismo.
Los tres testigos de la desaparición de Worson eran bien considerados en la comunidad y nada ocurrió que desacreditase su versión de lo ocurrió. De haber conspirado para deshacerse del zapatero, la coartada concertada para ocultar la verdad de los hechos habría más bien llamado la atención hacia su crimen. Porque lo cierto es que aquella desaparición tan repentina avivo las investigaciones de la policía, sin que lograran encontrar el menor rastro de Worson.
David Langle
El 23 de septiembre de 1880, David Langle dijo a su mujer que deseaba ver cómo estaban los caballos en el pastizal antes de irse a la población. Lang no había dado más de una docena de pasos cuando desapareció a la vista de su mujer, sus dos hijos y el juez Peck, que en aquel instante frena su montura frente a la granja de Lang.
Pensando que este había caído o tropezado, todos llegaron a aquel sitio casi simultaneamente. No había ni un árbol, ni un foso, ni un hoyo, ni maleza en donde pudiera haber desaparecido David Lang, a plena luz del día y en presencia de cuatro testigos.
Al anochecer, docenas de vecinos y otras personas ya habían recorrido toda la hacienda Lang. Por la noche, gran cantidad de voluntarios provistos de linternas registraron cada palmo del pastizal donde había sido visto Lang por última vez. Se efectuó un sondeo de toda la granja y quedo demostrado que estaba libre de agujeros y cavernas subterráneas. ¿Cómo puede explicarse esta desaparición?.
Thomas Cumpston
La mañana del 9 de diciembre de 1873, Thomas Cumpston, junto con su esposa, ambos gozando de buena posición en Leeds, Inglaterra, estuvieron, l parecer, a punto de caer en uno de esos agujeros.
Habían pasado la noche en un hotel de Bristol, y a la mañana siguiente se abrió en el suelo de su habitación un extraño agujero. Sus gritos de terror resonaron en torno suyo de manera muy rara, hasta el punto de no reconocer apenas sus voces. Cumpston afirmo más tarde que se había visto arrastrado hacia el agujero, si bien su esposa lo asió fuertemente y lo retuvo hasta que el agujero se cerró.
Unos instantes más tarde todo estaba ya en completa normalidad, aunque el matrimonio huyo del hotel en pijama y camisón, temiendo que el suelo volviera a abrirs3e y los devorase. Un policía los detuvo, y todos regresaron a la habitación maldita, donde aseguraron de que no ocurría nada fuera de lo normal, así como que no existía ninguna trampa en el suelo. Otros huéspedes declararon haber oído ruidos en la habitación del matrimonio, ruidos muy difíciles de describir.
En el otoño de 1926, ocho mujeres desaparecieron sin dejar rastro, cerca de Southend, Inglaterra.
En agosto de 1869, desaparecieron 13 niños en Cork, Irlanda. ¿Cayeron en manos de compañías indeseables?.
Ciertos teóricos afirman que en nuestro plano de realidad física existen lugares vacíos. Consideran dichos vacíos como agujeros a cuyo través los seres vivos y los objetos inanimados pueden caer en el mundo invisible, sin ser encontrados nunca jamás. Tales agujeros, según quienes sostienen esta hipótesis, pueden abrirse momentáneamente y volver a cerrarse. Así, ofrecen una entrada a otra dimensión en la que no tienen significado alguno nuestras aceptadas percepci0ones de la longitud, la anchura y el grosor. Al mismo tiempo, estas cavidades pueden convertirse en una trampa para los atrapados, puesto que se trata de algo apenas comparable al mundo que conocemos en otro plano de realidad, si bien puede coexistir con nuestra propia dimensión.
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